Islas y avenidas

Subió al taxi después de rechazar la invitación de aquel extraño a pasar la noche en su casa, el mismo que le abrió la puerta no tanto como un gesto amable, sino aceptando la derrota ante su insistente rechazo. Cuando se sentó en el mullido asiento, aún estaba impregnada del olor de otra oferta más sutil, pero mas significativa. Al cerrar la puerta dejó en el oscuro tumulto al extraño con la mano extendida mirándola para no olvidar el victorioso cansancio que adornaba su cara, y  murmurando un ojalá te vuelva a ver a plena luz del día en medio de Gran Vía, cuando creas en mis intenciones y te repita que eres la chica más bonita que he visto por los alrededores. Ella le dejó de mirar sabiendo que no debía subestimar las intenciones de un extraño, si de quien no se fiaba era de si misma. En el instante que susurraba indecisa su destino se vio repentinamente transportada a la paz de una isla  llena de suaves melodías y olores de atardecer, y abrochó embriagada el cinturón de su estrenada inseguridad a los ojos que la observaban desde el reflejo de las olas que tocaban tímidamente sus pies. Se relajó y durante 19 minutos sólo quiso disfrutar de ese momento, dejarse conmover por algo pasajero y guardar el recuerdo idealizado de las emociones maduras que no se han corrompido porque no les ha dado tiempo a caducar. Antes de bajarse me dio unos billetes aún mojados en mar, y cuando quise buscarla de nuevo en el asiento de atrás, solo encontré una caracola y la silueta de su cuerpo dibujada por la sal. 



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